El ala del callejón.

El corredor Sur.

El lado Sur en la planta baja  tenía ventanas únicamente al amplio corredor interior del Patio Central del Seminario y comprendía un pequeño salón muy oscuro, las escaleras con la Imagen de la Santísima Virgen de Guadalupe, donada por los Jóvenes de la Acción Católica de Mexicali, y debajo de ella el depósito de utensilios de limpieza (cada uno en su lugar y con su número) y dos salones de regaderas y lavabos.

Luego el terreno se ampliaba hasta el callejón que está entre la calle Ocampo y Negrete y con ventanas a él, el Dormitorio de los chicos, luego la puerta del Refectorio o Comedor muy amplio en el interior, y la Cocina donde podíamos entrar únicamente cuando nos tocaba preparar los sándwiches para paseos cortos: era el reino de las Madres.

Biblioteca sacrificada.

La planta alta Sur tenía la Biblioteca, bien surtida con libros en latín y castellano y que fue tirada o quemada por 1964 para dejar paso a una “sala de lectura con revistas”. El pobre Alejandro Villalpando, chofer perpetuo de esos años, me decía que tenía órdenes estrictas del Ecónomo y que no podía acceder a mis súplicas de llevar el cargamento de esos “pick-ups” a casa de mis padres para salvarlos: comenzaba contra el latín y lo antiguo un espíritu espurio que después se llamaría “del Concilio” (como pretexto).

Ahí, un poco a oscuras, pues como dije, las ventanas daban únicamente al corredor interno, estaban las máquinas para aprender mecanografía que corrieron la misma suerte de los libros.

Nuestro primer salón.

En ese segundo piso después de las escaleras ya descritas estaba un salón amplio con tragaluz, el nuestro ese primer año, donde nos daba Geografía Monseñor Galindo Mendoza con anécdotas interesantísimas de sus viajes, tal vez antes y durante la Primera Guerra Mundial, pues nos decía que se tuvo que quedar en España algunos años y que ahí estuvo enfermo.

Cuando algunos años después Monseñor Galindo sufrió varios ataques al corazón pasó tiempo en Duarte, California en un Hospital de las mismas Madres Carmelitas del Colegio Progreso. Al regresar recuerdo que lo subíamos en una Silla Gestatoria al segundo piso para llegar a su celda.

El dormitorio de los grandes.

            Después del salón y ya largo y con ventanas al callejón estaba el Dormitorio de Los Grandes. Todas las camas tenían sobrecamas del mismo color. Mientras unos se aseaban, otros sacudíamos sábanas y cobijas y tendíamos las camas, todo en perfecto y gran silencio.

Nos despertaban con un sonoro “Benedicámus Dómino” y respondíamos “Déo Grátias” y luego la “Salve, Regina” y debajo de las cobijas todavía acostados nos cambiábamos y poníamos el pantalón (y lo mismo al acostarnos) y luego íbamos a lavarnos a la planta baja, todo con modestia y respeto. Nos preparábamos a la Sagrada Comunión.

La Capilla.

Seguía luego la Capilla, que hasta el año anterior había sido el Salón de Estudio y que había sido construida, según nos decían con uno de tantos premios de lotería que había sacado Monseñor Modesto Sánchez Mayón, párroco de Loreto en Baja California Sur, que siempre compraba boletos de lotería para reconstruir Misiones.

Tenía ventanas al fondo y a los lados por encima de los techos adyacentes. El altar y retablo estaba de tal manera que no obstruía las ventanas. Atrás del altar estaba la pequeña sacristía. Recién llegado me tocó ser ayudante de Antonio Miramontes en esa sacristía y ahí me di cuenta de la ventaja que tenían sobre mí casi todos mis compañeros que fueron acólitos de pequeños.

Sacristanes.

Me entrené a costas de la paciencia de Antonio y después me pusieron de ayudante de sacristía del Santuario y me tocaba abrir la Iglesia para la Misa de cinco y media. Gocé mucho esos cargos, pues me tocaba dirigir el Santo Rosario desde el púlpito de madera labrada que ahora en pedazos está en los ambones por ahí.

Si teníamos buena caligrafía nos ponían a apuntar Confirmaciones todos los Domingos y a apuntar Bautizos que eran diarios y ahí a veces hasta bolo nos tocaba. Fueron años ya de gradual introducción al apostolado, pero siempre bajo la vigilancia de los Superiores.

Inicios de pastoral.

Creo que el segundo año los padres Enrique Navarro (que estaba lastimado de la columna por el accidente de la Cuesta del Tigre) y Juan José Cruz Mora, vicarios del Sr. Cura Luis Gutiérrez, de la Parroquia de Guadalupe en el tiempo de mi primera semana de vacaciones en familia, en Agosto de 1960 pidieron ayuda y los Superiores me mandaron con ellos a explicar en castellano las Misas que eran en Latín.

Me cupo la suerte de ir a lo que es ahora el Ejido Matamoros, a Rosarito, a Santa Teresa en la Colonia Gabilondo, al Cañón de la Pedrera en un granero y a otras Capillas. Recuerdo que iniciaban los cantos de la famosa Misa Comunitaria y los aplicábamos para que participara el pueblo.

Esas dos semanas de vacaciones en familia se iniciaron, creo, en 1958, y se entregaba al Párroco una carta de los Superiores para que diera informe de nuestra conducta y asistencia a Misa y al Rosario.

Me tocaron vacaciones con el ahora padre Jesús Aréchiga, que era mayor y recuerdo un paseo con todos los Seminaristas, acólitos de la Parroquia y con los padres vicarios al Potrero, California al norte de Tecate donde había un lago y alberca.

El lado Oeste del claustro.

El Aula Magna.

            Terminaba el lado Sur en la planta alta un salón de clases muy largo y estrecho, que la hacía de Aula Magna, con ventanas que daban al callejón y al Gran Patio de Estacionamiento del lado Oeste: ahí se tenían las Lecturas de Notas Mensuales. Era un acto solemne con asistencia de todos los superiores y alumnos y al leer las calificaciones y notas de conducta de cada grupo nos formábamos adelante los primeros lugares y atrás los últimos.

La Congregación Mariana.

            Al irse Antonio Escobedo con los Religiosos y dejar vacante el puesto, ahí me nombró el padre Pedro Vera prefecto de la Congregación Mariana, poniéndome sin experiencia por encima de los grandes y siendo a la vez sacristán del Santuario.

Lógicamente expulsé de la Congregación a varios por su mala conducta, actuales grandes personalidades, y los efectos fueron catastróficos, pues en la Capilla sin estar yo presente (estaba componiendo la cuerda del Campanario en el techo del Santuario en ese momento) el Señor Obispo los hizo salir.

Al llegar yo encontré a los expulsados sentados en una banqueta del patio y yo sin saber nada. Pero fueron buenos conmigo, pues entendieron mi falta de experiencia y en cierto modo mi rectitud un poco ciega. Los Superiores ya no podían con ellos; yo solamente los expulsé según los Estatutos.

Otros lugares.

            Enseguida venía la escalera externa, lugar preferido para estacionarnos a platicar y respirar en los breves momentos de intermedio. Seguían siempre en la planta alta hacia el Norte un salón de clases largo y al fondo un salón cerrado que tal vez fue sacristía antes de 1959 y en nuestros tiempos se usaba como cuarto de los Colectores de Limosna, donde contábamos el dinero.

            Por el lado interno en el segundo piso estaba la Ropería nueva, antigua Capilla que todavía conservaba un arco o media cúpula arriba de lo que fue el Altar. El cambio obedeció a que entramos muchos ese año, de los cuales tristemente sólo llegué yo al Sacerdocio.

            El lado Oeste tenía en el segundo piso un corredor interior más bajo que el lado Sur y Este: tres escalones que aún subsisten con su pasamano metálico. Me acuerdo que al llegar por primera vez de Ensenada y estar en la Meditación en la nueva Capilla me puse mareado y me sacaron a sentarme en esos escalones.

En esos corredores nos formábamos por estaturas los cuatro grupos del Seminario Menor: según crecíamos nos cambiábamos de lugar. Había precisión militar en los movimientos y mucha rapidez para ganar tiempo de estudio.

Comedor de los Padres.

            En la planta baja de Sur a Norte estaba el Refectorio de los Padres donde comía el Señor Obispo con todos los Superiores, casi siempre con lectura que hacía uno de nosotros y donde ser mesero era un cargo apetecible porque a menudo nos regalaban con postres. En el Seminario Mayor era tradición que los Superiores comieran no aparte, sino al frente de los alumnos, así era también en Roma.

Seguía un vestíbulo muy elegante con puertas de madera y vitrales que comunicaban con el Refectorio de los alumnos, y rejas con vitrales que daban al Patio Exterior. Por ahí salíamos al son marcial de la música con nuestros uniformes deportivos de pantalón largo y con camisa de cuello para las competencias deportivas del quince de Agosto.

            Seguía el pequeñísimo Refectorio de las Madres, ya en Clausura, y la Cocina, que tenía torno hacia el Refectorio para no ver el interior y puerta hacia el corredor que conducía al patio interior y la separaba de la Despensa, con ventana al Patio externo y del Dormitorio de los Medianos (donde el primer año me tocó dormir, ahora en la segunda litera a la derecha, siempre arriba) con ventanas al Patio interno.

El Patio Interior de la Santísima Virgen.

La Salve de Monserrat.

            Buganvilias, cuatro palmeras y una fuente central adornaban el claustro central, tenía pasto y cuatro caminitos hacia la fuente. En el lado Norte al centro, como dijimos la estatua de mármol de Carrara de la Inmaculada Concepción aplastando la serpiente y con las manos juntas. A ella cantábamos formados todos en los largos corredores del segundo piso antes de acostarnos la Salve de Monserrat: “Dios te salve, Reina y Madre, de piedad y de consuelo, dulce vida, fiel anhelo del humilde pecador”.

La tiendita.

            Este patio era el centro de la vida social entre nosotros, ahí estaba la Tiendita donde después de cena sobre todo comprábamos algo en días permitidos, y donde a menudo el Señor Obispo Galindo, que a todos conocía personalmente y a nuestros papás, nos decía que le besáramos el anillo episcopal y ponía el tendero a su lado para que escogiéramos un dulce (dulces americanos en ese entonces) o una riquísima pieza de pan de cinco centavos oro.

Siempre tenía alguna expresión que nos animaba a seguir adelante, a mí me decía Isidoro de Sevilla y yo me ponía rojo como un tomate y luego les decía a los Superiores que lo acompañaban: miren cómo se pone rojo. Otras veces medía su mano con la nuestra, pero de modo que le ganáramos en la medida y expresaba admiración de cómo teníamos grandes las manos. A los gorditos les decía que habían nacido en cuarto creciente, o en luna llena, a los delgados que en cuarto menguante.

El Patio exterior.

Los pobres.

            Había una barda no muy alta que separaba el Atrio del Templo y unas puertas de fierro que pasaron después al atrio de la Parroquia de la Medalla Milagrosa en la Colonia Buena Vista; estaban pegadas al Bautisterio. Ahí venían diariamente a medio día los pobres a pedir comida.

El encargado de los pobres siempre nos pedía algo que diéramos para ellos de nuestro propio plato antes de tocarlo, o de golosinas diciendo “para mis pobres …” y nosotros con cierta malicia completábamos “… intestinos” riéndonos y diciendo que el encargado se lo iba a comer.

Moreras y Gruta de Lourdes.

Hacia el Oeste estaba la Gruta de Lourdes rodeada de árboles de moras (de los cuales un tronco llevé a mi casa y ahora están en los Conventos de las Religiosas Ecuménicas de Guadalupe), luego un pequeño prado con la Cruz del Apostolado en el centro. Recuerdo a Blas Cedeño sembrando ahí Laureles. La Gruta la hizo un grupo anterior al nuestro varios años.

Seguía un almacén de madera en la esquina bajo una gran morera donde estaban las bicicletas para los paseos (recuerdo sólo uno al Cañón de San Antonio, Playas de Tijuana y regreso por la carretera en construcción: muchos regresamos de “raite” en pick-up) y lo que quedaba del Taller de Encuadernación que había florecido años atrás, y de algo de Carpintería. Había libros en inglés ahí, entre ellos mi primer Diccionario Webster gigantesco. Eran tal vez restos de la presencia de los grandes cuando estaban juntos ahí Seminario Mayor y Menor, antes de 1955.

Deportes.

            El lado Oeste era una barda, había dos tubos con cuerda para jugar “spiro-ball”; seguía el Frontón, entonces muy en boga para Jai-Alai y raqueta, pero para nosotros era mejor el futbolito que a veces con permiso, claro está, se transformaba en “retorta”, todos contra todos y sálvese el que pueda.

            Al sur después del Frontón había varias moreras algo raquíticas y ahí en el nivel bajo de la cancha se estacionaban los vehículos: el pick-up anaranjado, la Volkswagen combi del padre Salvador Carasa y la Ford azul del Mayor cuando estaba, después un pick-up Dodge verde, la Apache (que terminó siendo mía por 1977 para ir en Misiones al Rosario B. C.), el carro del Señor Obispo que manejaba Juan Rodríguez de Ensenada (hermano de un Seminarista que murió en el accidente de la Cuesta del Tigre), Juan Ramírez “Huesitos” y Jesús De La Torre nuestro compañero de clase.

Las Canchas.

Ejercicio físico.

            El deporte fue el instrumento pedagógico para hacernos hombres a carta cabal: dos veces por la tarde cada día: después de comer con medio baño, clases y deporte más largo con baño, luego estudio y oración; toda la mañana del Jueves y también gran parte de la mañana el Domingo.

            Ya hablé del Frontón y de los “spiro-balls”, había cancha profesional de Basket-ball, trampolín para saltos en fosa, cancha de foot-ball desde el callejón al atrio en la parte baja, quitando los pocos vehículos. Nadie se quedaba sin jugar y sin bañarse.

Los Fréres siempre estaban entre nosotros, no jugando con nosotros, sino cumpliendo el oficio de Celadores. Todo esto se complementaba con tres meses de entrenamiento en todos los deportes de las olimpiadas en preparación para el catorce de Agosto. Nadie se podía excluir, excepto por enfermedad. Recuerdo como capitanes ya de Azules, ya de Blancos al después padre José Luis Navarro Velázquez, a Antonio Escobedo, a Antonio Miramontes, a José Luis Aceves.

Salida a jugar.

            Jueves y Domingos salíamos rumbo a los Campos de la Zona Norte, pegados al Puente México de aquel entonces (continuación de la Calle Primera, pero ya en el Río): equipos sin uniforme (nunca jugábamos con shorts, sino con pantalón y camisa), por la calle Ocampo sin pavimentar aún, alegres a echar todo nuestro vigor y energía para por las tardes jugar todavía o dedicarnos a aprender a escribir a máquina, a juegos de mesa, a lecturas agradables, mientras llegaba la Hora Santa y las Lecturas de Notas con Cena de Fiesta.

            Pocas veces salimos a paseo a pie en la ciudad. Una vez llegamos hasta el antiguo Hipódromo.

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