DE CUATRO IMPEDIMENTOS DE LA CONFESIÓN.
Cuatro cosas hay que impiden la confesión: la vergüenza, el temor, la esperanza y la desesperación.
A algunos les impiden el confesarse bien la vergüenza y confusión que les inspira la sencilla manifestación de los pecados cometidos. Hablando de esta falsa confusión, dice Salomón: Hay una vergüenza que conduce al pecado; y refiriéndose a los que humildemente confiesan sus culpas, añade a continuación: y hay otra vergüenza que acarrea la gloria y la gracia de Dios. A ése ensalza el profeta, diciendo: te has revestido, con tu confesión, de gloria y de majestad; y en otra parte: magnífica y gloriosa es tu obra.
El temor impide a otros el confesarse bien, pues recelan que, si se confiesan de todas sus culpas, les impondrán muy graves penitencias; contra ellos arguye Job en esta forma: los que temen la escarcha son abrumados por la nieve. Algunos hay también que, codiciosos de bienes temporales, creen no los alcanzarán si se les conoce tales cuales son; por esto, con la esperanza de conseguirlos más fácilmente, dejan de confesarse bien. A los que así obran los amenaza el Señor con las más terribles angustias y penas.
A otros, finalmente, nada de esto intimida; lo único que les espanta es que aún confesándose de sus culpas, no podrán evitarlas en lo sucesivo; los impide el confesarse una especie de desesperación. Pudiera con razón aplicárseles aquello: de nada hace ya caso el impío habiendo caído en el abismo de los pecados.
Acontece también a veces que todo esto junto impide la confesión; pero del que se ve apretado por esos cuatro males, puede decirse con toda verdad que, a semejanza de aquel cuatridiano del Evangelio, ya hiede, estando escrito: el muerto, como si nada fuese, no puede ya confesar sus culpas ni alabarte. Pues bien, el que no se confiesa está muerto, recobrará ciertamente la vida confesándose bien. Acérquese, pues, Jesús a ese muerto y dígale: ¡Lázaro, sal afuera!; y al imperio de esta voz, el muerto al punto resucitará. Por tanto escuche nuestro muerto esta exhortación y no difiera más tiempo la confesión.
Dígase pues al que se siente como agarrotado por la vergüenza: ¿Por qué te avergüenzas de confesar tu pecado, no habiéndote avergonzado de cometerlo? ¿Por qué te ruborizas de confesarte a Dios de cuya mirada no puedes esconderte? Y si te ruboriza el tener que manifestar tu pecado a un solo hombre, pecador como tú, ¿Qué harás en el día del juicio, cuando tu conciencia estará patente y manifiesta al mundo entero?
Estas tres consideraciones ha de proponerse a quien se deja vencer de la falsa vergüenza; hay que proponerse lo que dicta la recta razón, lo que exige la vergüenza debida a Dios, que nos mira, y la más espantosa confusión que espera al que así obra.
Así también contra el vano temor hay que oponer tres cosas a saber: cuán largas son las penas del infierno, cuán terribles y cuán infructuosas; y en cambio la penitencia de la presente vida es siempre de corta duración, leve y fructuosa. Asimismo al que se deja seducir por falaces esperanzas ha de ponérsele ante los ojos la grandeza de los bienes que esperamos alcanzar en la otra vida, inmensamente mayores que los de la presente y también más ciertos y duraderos; de forma que en orden a su adquisición, todo cuento podamos apetecer resulta miserable, incierto y por decirlo así, momentáneo.
Contra la desesperanza de evitar el pecado en adelante pueden ofrecerse tres remedios: primero, el rigor y fortaleza que la buena confesión comunica a nuestros buenos propósitos; segundo, la copiosa gracia de Dios, que atrae a nuestra alma la buena confesión, y que el pecador merece con su humildad; tercero, los auxilios que recibirá con los consejos que le dará que le dará su padre espiritual.