Importancia de una regla para la vida.

IMPORTANCIA DEL REGLAMENTO DE VIDA

Si todo cristiano debe tener una vida reglada, ¿solo la Hija privilegiada de la Virgen sin mancilla creerá poder eximirse de ello? ¿Tendrá la pretensión de alcanzar sin este auxilio la más alta perfección, propuesta a sus generosos esfuerzos desde el día que se consagro a María Inmaculada? “Si queréis hacer algún progreso, dice el autor de la imitación, no os concedáis una excesiva libertad, sino someted todos vuestros sentidos al yugo de una saludable disciplina. Una regla bien observada preserva de la condenación eterna, conduce a la perfección y prepara en el cielo una gloriosa corona.” No basta, en efecto hacer el bien, dice San Vicente de Paul, sino que es preciso hacerlo bien. Es decir hacerlo en orden; y este orden en la práctica del bien lo asegura un reglamento de vida. Este orden, a su vez, procura una paz inefable al alma que vive bajo su dichosa influencia, pues, según San Agustín, la paz es la perfecta tranquilidad que resulta del orden.

Un reglamento de vida, tan útil a cualquiera que tiende a la perfección parece del todo necesario para sostenerse en la virtud, a la joven que se ve obligada a vivir en medio del mundo. Allí, entregada a sí misma, si vive sin regla y sin orden, siguiendo su capricho y la impresión del momento, por de pronto perderá necesariamente, en muchas circunstancias, un tiempo precioso. Además, su espíritu, solicitado por mil preocupaciones diversas, se entregara a una deplorable disipación; este desorden del interior se traducirá exteriormente por una funesta ligereza; y lo que es aún más lamentable, la debilitación gradual que se producirá en su voluntad, causara en ella, con el triunfo de las malas inclinaciones, la ruina de todas las virtudes. Sin otra regla que su capricho, la voluntad no sigue, para determinarse, sino la propensión de la viciada naturaleza; y perdiendo poco a poco toda energía para el bien e inclinándose más y más hacia el mal, termina por hacerse esclava de los hábitos más viciosos.

Al contrario, la mujer cuya vida está bien reglada, no pierde un solo instante de un tiempo del que ella conoce todo su valor. Libre de mil preocupaciones inútiles por la previsión de un sabio reglamento, mantiene recogida sin esfuerzo bajo la mirada de Dios y conformándose siempre con la voluntad divina, de la que es expresión fiel su reglamento, su voluntad se fortalece en el bien y contrae el dichoso habito de todas las virtudes. Aun cuando vengan entonces el mundo con todos sus peligros y el demonio con todas sus seducciones, ella nada tendrá que temer de las más violentas tempestades, como la casa edificada sobre roca, de que habla el Evangelio; hallara, contra todos sus furores, asilo y protección en la fidelidad a su reglamento, con tal que este reúna las condiciones que le hagan a sus ojos la expresión verdadera de la voluntad divina.

Un reglamento no es, en verdad, útil sino a condición de que descienda a todos los detalles de la vida práctica, de no dejar nada al capricho y prever las diversas circunstancias en que ella puede encontrarse, dada su posición social, indicando para cada una línea de conducta que debe seguir. Esta línea de conducta deberá variar, necesariamente, según las disposiciones personales, los peligros particulares a que se halla expuesta, los progresos que ha hecho en la virtud, los buenos y malos hábitos a que está sujeta, etc. Así, pues, es imposible formar un reglamento de vida que puede convenir a todas, que ni aun pueda responder a las necesidades de una misma categoría de personas. Cada joven deberá, por tanto, con el consejo y aprobación del Director de su conciencia, componer para sí un reglamento particular, entrando en todos los detalles que hagan más fácil y segura su práctica.

Algunos apuntes sobre el Sacramento de la Confesión…

DE CUATRO IMPEDIMENTOS DE LA CONFESIÓN.

Cuatro cosas hay que impiden la confesión: la vergüenza, el temor, la esperanza y la desesperación.

A algunos les impiden el confesarse bien la vergüenza y confusión que les inspira la sencilla manifestación de los pecados cometidos. Hablando de esta falsa confusión, dice Salomón: Hay una vergüenza que conduce al pecado; y refiriéndose a los que humildemente confiesan sus culpas, añade a continuación: y hay otra vergüenza que acarrea la gloria y la gracia de Dios. A ése ensalza el profeta, diciendo: te has revestido, con tu confesión, de gloria y de majestad; y en otra parte: magnífica y gloriosa es tu obra.

El temor impide a otros el confesarse bien, pues recelan que, si se confiesan de todas sus culpas, les impondrán muy graves penitencias; contra ellos arguye Job en esta forma: los que temen la escarcha son abrumados por la nieve. Algunos hay también que, codiciosos de bienes temporales, creen no los alcanzarán si se les conoce tales cuales son; por esto, con la esperanza de conseguirlos más fácilmente, dejan de confesarse bien. A los que así obran los amenaza el Señor con las más terribles angustias y penas.

A otros, finalmente, nada de esto intimida; lo único que les espanta es que aún confesándose de sus culpas, no podrán evitarlas en lo sucesivo; los impide el confesarse una especie de desesperación. Pudiera con razón aplicárseles aquello: de nada hace ya caso el impío habiendo caído en el abismo de los pecados.

Acontece también a veces que todo esto junto impide la confesión; pero del que se ve apretado por esos cuatro males, puede decirse con toda verdad que, a semejanza de aquel cuatridiano del Evangelio, ya hiede, estando escrito: el muerto, como si nada fuese, no puede ya confesar sus culpas ni alabarte. Pues bien, el que no se confiesa está muerto, recobrará ciertamente la vida confesándose bien. Acérquese, pues, Jesús a ese muerto y dígale: ¡Lázaro, sal afuera!; y al imperio de esta voz, el muerto al punto resucitará. Por tanto escuche nuestro muerto esta exhortación y no difiera más tiempo la confesión.

Dígase pues al que se siente como agarrotado por la vergüenza: ¿Por qué te avergüenzas de confesar tu pecado, no habiéndote avergonzado de cometerlo? ¿Por qué te ruborizas de confesarte a Dios de cuya mirada no puedes esconderte? Y si te ruboriza el tener que manifestar tu pecado a un solo hombre, pecador como tú, ¿Qué harás en el día del juicio, cuando tu conciencia estará patente y manifiesta al mundo entero?

            Estas tres consideraciones ha de proponerse a quien se deja vencer de la falsa vergüenza; hay que proponerse lo que dicta la recta razón, lo que exige la vergüenza debida a Dios, que nos mira, y la más espantosa confusión que espera al que así obra.

Así también contra el vano temor hay que oponer tres cosas a saber: cuán largas son las penas del infierno, cuán terribles y cuán infructuosas; y en cambio la penitencia de la presente vida es siempre de corta duración, leve y fructuosa. Asimismo al que se deja seducir por falaces esperanzas ha de ponérsele ante los ojos la grandeza de los bienes que esperamos alcanzar en la otra vida, inmensamente mayores que los de la presente y también más ciertos y duraderos; de forma que en orden a su adquisición, todo cuento podamos apetecer resulta miserable, incierto y por decirlo así, momentáneo.

Contra la desesperanza de evitar el pecado en adelante pueden ofrecerse tres remedios: primero, el rigor y fortaleza que la buena confesión comunica a nuestros buenos propósitos; segundo, la copiosa gracia de Dios, que atrae a nuestra alma la buena confesión, y que el pecador merece con su humildad; tercero, los auxilios que recibirá con los consejos que le dará que le dará su padre espiritual.