Carta de Santo Tomás de Aquino sobre el modo de estudiar.

Carta sobre el Modo de Estudiar de santo Tomás de Aquino.

 

  1. Mi querido en Cristo, Juan, ya que me has preguntado sobre el modo como debes estudiar para adquirir el tesoro de la ciencia, te voy a dar este consejo:

 

 

  1. Que no te vayas derecho al mar, sino que comiences por pequeños riachuelos, ya que por las cosas fáciles se debe llegar a las difíciles.

 

 

  1. Este es pues mi consejo y tu instrucción.

 

  1. Te ordeno que seas lento para ponerte a hablar y no vayas al recibidor con muchas ganas;

  2. que abraces la pureza de conciencia.
  3. Nunca dejes la oración;
  4. que ames estar frecuentemente en tu celda y lugar de estudio, si quieres gustar las verdaderas delicias del saber.
  5. Muéstrate amable con todos;
  6. pero no andes investigando nada de lo que otros hagan;
  7. con nadie te muestres con mucha familiaridad, porque la mucha familiaridad engendra el desprecio y da mucha materia para apartarte del estudio;
  8. en las palabras y acciones de la gente del mundo por ningún motivo te entrometas;
  9. huye de los discursos y conversaciones que hablan de todo y de todos;
  10. no dejes de imitar las huellas y ejemplos de los santos y de los buenos;
  11. no te fijes quién te dice algo, sino lo bueno que te están diciendo y apréndetelo de memoria;
  12. todo lo que leas y que oigas, haz de modo que lo entiendas;
  13. cerciórate de las dudas que tengas y no te quedes con ninguna;
  14. y todo lo que puedas trata de acomodarlo en el armario de tu mente, como quien quiere llenar un vaso;
  1. pero no busques cosas por encima de tus fuerzas.
  2. Si sigues estas indicaciones, vas a producir y gozar la fronda y los frutos útiles en la viña del Dios de los Ejércitos, mientras tengas vida.
  3. si obedeces esto, vas a conseguir lo que quieres.

Algunos apuntes sobre el Sacramento de la Confesión…

DE CUATRO IMPEDIMENTOS DE LA CONFESIÓN.

Cuatro cosas hay que impiden la confesión: la vergüenza, el temor, la esperanza y la desesperación.

A algunos les impiden el confesarse bien la vergüenza y confusión que les inspira la sencilla manifestación de los pecados cometidos. Hablando de esta falsa confusión, dice Salomón: Hay una vergüenza que conduce al pecado; y refiriéndose a los que humildemente confiesan sus culpas, añade a continuación: y hay otra vergüenza que acarrea la gloria y la gracia de Dios. A ése ensalza el profeta, diciendo: te has revestido, con tu confesión, de gloria y de majestad; y en otra parte: magnífica y gloriosa es tu obra.

El temor impide a otros el confesarse bien, pues recelan que, si se confiesan de todas sus culpas, les impondrán muy graves penitencias; contra ellos arguye Job en esta forma: los que temen la escarcha son abrumados por la nieve. Algunos hay también que, codiciosos de bienes temporales, creen no los alcanzarán si se les conoce tales cuales son; por esto, con la esperanza de conseguirlos más fácilmente, dejan de confesarse bien. A los que así obran los amenaza el Señor con las más terribles angustias y penas.

A otros, finalmente, nada de esto intimida; lo único que les espanta es que aún confesándose de sus culpas, no podrán evitarlas en lo sucesivo; los impide el confesarse una especie de desesperación. Pudiera con razón aplicárseles aquello: de nada hace ya caso el impío habiendo caído en el abismo de los pecados.

Acontece también a veces que todo esto junto impide la confesión; pero del que se ve apretado por esos cuatro males, puede decirse con toda verdad que, a semejanza de aquel cuatridiano del Evangelio, ya hiede, estando escrito: el muerto, como si nada fuese, no puede ya confesar sus culpas ni alabarte. Pues bien, el que no se confiesa está muerto, recobrará ciertamente la vida confesándose bien. Acérquese, pues, Jesús a ese muerto y dígale: ¡Lázaro, sal afuera!; y al imperio de esta voz, el muerto al punto resucitará. Por tanto escuche nuestro muerto esta exhortación y no difiera más tiempo la confesión.

Dígase pues al que se siente como agarrotado por la vergüenza: ¿Por qué te avergüenzas de confesar tu pecado, no habiéndote avergonzado de cometerlo? ¿Por qué te ruborizas de confesarte a Dios de cuya mirada no puedes esconderte? Y si te ruboriza el tener que manifestar tu pecado a un solo hombre, pecador como tú, ¿Qué harás en el día del juicio, cuando tu conciencia estará patente y manifiesta al mundo entero?

            Estas tres consideraciones ha de proponerse a quien se deja vencer de la falsa vergüenza; hay que proponerse lo que dicta la recta razón, lo que exige la vergüenza debida a Dios, que nos mira, y la más espantosa confusión que espera al que así obra.

Así también contra el vano temor hay que oponer tres cosas a saber: cuán largas son las penas del infierno, cuán terribles y cuán infructuosas; y en cambio la penitencia de la presente vida es siempre de corta duración, leve y fructuosa. Asimismo al que se deja seducir por falaces esperanzas ha de ponérsele ante los ojos la grandeza de los bienes que esperamos alcanzar en la otra vida, inmensamente mayores que los de la presente y también más ciertos y duraderos; de forma que en orden a su adquisición, todo cuento podamos apetecer resulta miserable, incierto y por decirlo así, momentáneo.

Contra la desesperanza de evitar el pecado en adelante pueden ofrecerse tres remedios: primero, el rigor y fortaleza que la buena confesión comunica a nuestros buenos propósitos; segundo, la copiosa gracia de Dios, que atrae a nuestra alma la buena confesión, y que el pecador merece con su humildad; tercero, los auxilios que recibirá con los consejos que le dará que le dará su padre espiritual.